Vivimos en la sociedad del bienestar. No queremos admitir la palabra crisis en nuestro vocabulario diario. Estamos acostumbrados a tener de todo, y ese todo multiplicado por dos, tres, o más… Quizás por eso no le damos a lo que tenemos el valor necesario. Pensamos que todo es reparable, duplicable, sustituible o sencillamente digno de ser eliminado para dejar espacio a nuevas pertenencias.
Si preguntamos a nuestros mayores nos dirán que en sus tiempos las pertenencias tenían otro valor, bien por la escasez de ellas, o bien por la bendición de tenerlas. A nuestros padres y abuelos les costó muchísimo, casi aquello de “sangre, sudor y lágrimas”, conseguir un cierto bienestar vital.
Por eso es tan difícil elegir. Tenemos tanto que no nos gusta tener que decidir con qué quedarnos. Hay ejemplos literarios sobre el valor de lo imprescindible: en El nombre de la rosa, el fraile Guillermo de Baskerville casi pierde la vida intentando rescatar del incendio del monasterio algunos de los mejores libros medievales: pasa un auténtico calvario intentando elegir los libros que salvaría, frente a la impotencia de saber que muchos ejemplares únicos sucumbirían al fuego eterno. Algo parecido le ocurre a Hypatia en la destrucción de la Biblioteca de Alejandría. En El señor de los anillos, J. R. Tolkien crea todo un universo de personajes girando en torno a un preciado objeto, todos dispuestos a matar o morir por obtener o custodiar un pequeño anillo, pero de enorme significado.
En la vida de “no ficción” también ocurren desgracias, catástrofes, sucesos inesperados e inexplicables que nos pueden cambiar la vida y nuestro modo de pensar. En estos días de tormentas, riadas, terremotos… hay una pregunta que queda en el aire:
Si tuvieras que quedarte con una sola pertenencia, tangible o no, ¿qué elegirías y por qué?